Se habla con frecuencia de la relación entre violencia y videojuegos. Desde los tiempos oscuros -por suerte, cada vez más remotos- en los que una noticia sobre el mundillo equivalía a una ristra de prejuicios y acusaciones amarillistas, hasta la relativa amabilidad presente, en la que su impacto económico ha llevado a muchos periodistas intensitos a guardarse sus furiosas y coloridas invectivas.
Nos guste o no, el contenido argumental videojueguil está plagado de toda clase de violencia. Se pueden argumentar tropecientos millones de opiniones sensatas sobre este tema, pero hoy no me propongo tirar del hilo. Aunque son más de los que parecen, siguen siendo minoría los videojuegos que no recurren de forma obligatoria a algún tipo de violencia visceral. Quizá por la novedad, quizá porque el primero que me dio la posibilidad de comportarme como un pacifista impertérrito me marcó, tiendo a adentrarme en los caminos sin violencia de los videojuegos que pasan por mi pantalla. Con el tiempo, he acumulado un buen currículum de héroes y heroínas pacifistas. Hoy me gustaría hablaros de uno de los casos más desconocidos pero más memorables: el bautismo de fuego del pobre desdichado que protagoniza la primera entrega de la saga Geneforge.
Empezaré diciendo que en honor a la verdad, el primer Geneforge no permite una partida enteramente pacifista. Las entregas siguientes sí que perfilaron la posibilidad, pero en el estreno de la saga, el recurso a la violencia es prácticamente inevitable. Sin embargo, pone sobre el tapete una de las marcas que serán santo y seña para el resto de secuelas: podemos crear un personaje especializado en el engaño, la diplomacia y la ingeniería. Un personaje frágil que si logra pasar desapercibido y granjearse la confianza de sus enemigos, terminará por liarla parda y malograr cualquier intento de represalia por su parte. En pocas palabras: se nos ofrece la posibilidad de crear un espía con piel de cordero y alma de perfecto cabrón.
Pero, como he dicho, en Geneforge 1 esa posibilidad está un pelín diluida. Aun así, más allá de los combates obligatorios contra hordas de bichejos descerebrados, hay un margen enorme para provocar el caos con la palabra, el sigilo y una buena dosis de sabotaje.
Para los que no conozcáis a Spiderweb y la saga Geneforge, aclarar que se trata de juegos roleros de la vieja escuela, con muy pocos medios, pero una profundidad y una calidad narrativa descomunal. En concreto, esta serie de juegos propone un mundo en el que una secta de cientificomagos, conocidos como «shapers» (algo así como «formadores»), han hallado el modo de manipular los genes a través de la magia y crear seres vivos mediante una sustancia denominada -en un alarde de originalidad sin par- esencia. Este conocimiento, que guardan bajo llave, les ha otorgado autoridad incuestionable sobre todo el mundo conocido. Básicamente, ningún ejército halló el modo de superar la fuente interminable de monstruosidades aterradoras que surgían de los pozos de esencia de sus magos. Son, ni más ni menos, que el poder supremo que gobierna a los demás pueblos.
En el primer juego, tomamos el papel de uno de sus aprendices, en pleno viaje a su destino final en el largo camino de estudios que le permitirán convertirse en un formador de pleno derecho. Durante la travesía, su embarcación será atacada por un navío misterioso y acabará naufragando en una isla marcada como territorio prohibido por la misma secta a la que pretende acceder. Una vez allí, le espera una odisea titánica que, sorpresa sorpresa, cambiará para siempre la historia del mundo y de sus patrones.
Cabe destacar que nuestro alter ego es un pipiolo sin poder alguno al que todavía no le han enseñado los secretos del arte de crear vida. Las simpáticas gentes que pululan por la isla de Sucia (sí, mucho me temo que así se llama la isla de marras) no son conscientes de ese detalle, y buena parte de nuestra supervivencia dependerá de que permanezcan el mayor tiempo posible sin saberlo. Con todo, no es una casualidad que el terruño esté marcado como territorio prohibido: en la isla se esconde un secreto terrible que nos permitirá desarrollar muy rápidamente los poderes que aún nos estaban vedados.
Un hecho desconocido para la mayor parte de la gente que no forma parte de sus filas, es que la secta de los formadores tiene tres divisiones: los «formadores» per se que se especializan en crear vida; los «guardianes», que se decantan más por los talentos marciales y los «agentes», muy versados en todo tipo de magia clásica que no tenga que ver con la manipulación de la vida. Es esta última clase, la de los agentes, la que permite una mayor flexibilidad para crear un personaje pseudopacifista. Dado que dependen casi exclusivamente de sí mismas para llevar a cabo sus tejemanejes, es mucho más útil desarrollar sus talentos para el desconcierto y la palabrería.
La gracia de todo este asunto es que un juego que te azuza para crear a un personaje capaz de enfrentarse al peligro generando un ejército de monstruos a tus órdenes, nos permite llevarle la contraria al sentido común y optar por una clase que hace exactamente lo contrario. Como agentes, solos antes el peligro, nos veremos cara a cara con todos los jerifaltes de las diferentes facciones de la isla. Y si hemos aprovechado el tiempo, desarrollando las nobles artes del parloteo hasta ser dignos sucesores de Sócrates, podremos endosarles milongas y promesas apabullantes que nos abrirán toda clase de puertas que un personaje más belicoso se tendría que ganar a fuerza de tortazos. Las posibilidades y libertades que se nos ofrecen para manipular a todo el mundo y convertir el frágil ecosistema de la isla en una caos absoluto son delirantes. Y lo mejor de todo es que requieren cierto trabajo por parte del jugador.
Los juegos de rol actuales que han intentado sumar el sabotaje y la diplomacia al desarrollo del protagonista suelen caer en varios defectos de forma muy habituales. Tomemos Mass Effect, por ejemplo, al que siempre se acusó de convertir las opciones de diálogo «azules» o «rojas» en sinónimos de una victoria automática. Si bien existía un coste en tanto que desarrollar ese talento ralentizaba el acceso a otras habilidades, las entregas sucesivas aún lo restringieron más hasta convertirlo en un añadido meramente anecdótico. Geneforge, por su parte, requiere un poco más de sutileza y trabajo; aunque las líneas de diálogo ideales solo aparecen en caso de que desarrollemos la habilidad «leadership», en muchas ocasiones requieren que llevemos a cabo acciones con anterioridad para ser efectivas de forma definitiva; en entregas posteriores, y en menor medida en el primer juego, «leadership» se complementa a las mil maravillas con «mechanics», que en Geneforge va mucho más lejos que la simple capacidad para forzar cerraduras.
Uno de los mayores retos a los que se enfrenta un equipo de desarrollo (en el caso de Geneforge, equipo formado por una persona) que quiera añadir el diálogo como parte esencial de la resolución de conflictos, es hallar el modo de integrarlo para que sea jugablemente relevante. A diferencia de la violencia, que es directa y por así decirlo, orgánica, la diplomacia carece de la espontaneidad que una batalla suele ofrecer al jugador. Reduciendo el asunto a lo más básico, mientras que los sistemas de juego con enfrentamientos directos suelen apelar a la destreza, la simple elección de líneas de diálogo se queda en un extraño limbo cuya satisfacción no siempre resulta clara. Los roleros más viejales podremos defender que la miga se esconde tras el desarrollo del personaje, en las elecciones que hicimos al gastar los puntos de experiencia, pero esta clase de reto indirecto sigue siendo terriblemente ajeno a los sistemas jugables más clásicos.
Mientras que la mayoría de juegos comerciales modernos optan por relegarla y convertirla en puntual, el mundillo independiente ha explorado con mucha más valentía el problema. Ahí tenemos al idolatrado Undertale, que resuelve la papeleta con un éxito incontestable. También a Iji, clásico indie que saca los colores a revisiones modernas como Deus Ex en su intento por dar sentido al pacifismo. Y cómo no, a la saga Geneforge, que en su estreno no se limita a reducirlo todo al gasto de puntos de experiencia, sino que nos obliga a pensar con detenimiento y planificar nuestras mentiras. Durante todo el viaje por Sucia, ya sea porque los enemigos nos ponen condiciones o porque tengamos que encontrar un artefacto que dé más enjundia a nuestras palabras, el recurso a la palabrería nunca resultará insatisfactorio.
A medida que un juego se acerca al tramo final, sus conflictos se vuelven, teóricamente, más complejos; en este sentido, Geneforge mantiene el tipo y brilla con luz propia. Como era de esperar, nuestro sufrido aprendiz encontrará su mayor desafío al darse de bruces con el verdadero cerebro detrás de los problemas en la isla de Sucia. Jugando como agente solitario, encontrarnos con el último bastión enemigo puede resultar abrumador: es un enorme complejo plagado de creaciones y soldados poderosos que fácilmente podrían hacernos papilla con un chasquido de dedos. Sin embargo, con un poquito de insistencia y palabras suaves, terminaremos ganándonos la confianza de su líder, abriendo la posibilidad de llevar a cabo una operación de engaño y sabotaje sutil.
Sí, amigos míos, Geneforge nos brinda la posibilidad de ser fieles a nuestra cultura patria y darle al malo maloso de turno gato por liebre, de convertirnos en un Bárcenas cualquiera y hacer creer al villano más malvado del lugar que está comprando un Monet, cuando en realidad no es más que el dibujo a plastidecor de nuestra sobrina Rigoberta. Y cuando terminemos, no sentiremos que ha sido una victoria simplona, una mera opción facilona de victoria automática. A fin de cuentas, ser un timador (una timadora, en este caso, dado que las agentes son tradicionalmente mujeres en el primer juego), no es en absoluto una tarea sencilla. Entretejer un tocomocho decente requiere que planifiquemos el asunto con delicadeza.
Quizá se me pueda echar en cara que el destino final de Trajkov (así se llama el buen señor que ha trastocado la vida de la isla) en este caso no sea precisamente pacífico, pero se lleva a término sin levantar apenas las armas, y puede concluirse solo con un puñado de muertes. Es más: la flexibilidad de Geneforge es tal que es perfectamente viable unirnos a nuestro enemigo, y aun así asistir a un final perfectamente coherente.
Viéndolo con perspectiva, toda esta maraña de consecuencias verosímiles y bien formuladas solo son posibles porque Spiderweb trabaja con medios muy humildes. El derroche de parné que requeriría encarnar las posibilidades de Geneforge mediante un motor técnico decente están al alcance de muy pocas desarrolladoras. Aun así, por motivos que hoy no merece la pena señalar, las que podrían hacerlo prefieren gastarse los dineros en otros menesteres. Mientras tanto, siempre podremos acudir a la isla de Sucia a reírnos de unos cuantos primos.
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