jueves, 7 de junio de 2018

Dark Souls y el descenso a lo desconocido


Desde su salida en 2011 todo Internet se dedicó a predicar a los cuatro vientos las maravillas del combate de Dark Souls, lo increíble que era su mundo y sobre todo lo satisfactoria que era su dificultad. Con todo, estas alabanza no venían solas. Las versiones de consolas sufrían unos bugs y un framerate terribles, y la versión de PC presentaba una optimización digna de NieR Automata. Todo esto me mantuvo alejado de la saga durante años, y para cuando lo cogí ya no había nada de hype en mi interior. Esperaba un ídolo roto, otra moda que sería olvidada más pronto que tarde.

Y sin embargo, funcionó. Dark Souls no es solo uno de los mejores títulos que probé en 2016, sino también uno de mis videojuegos favoritos hasta la fecha


Durante ninguna de las 150 horas que le dediqué a Dark Souls me pareció difícil. Como ya comenté en su momento, Lordran es un mundo hostil, pero tanto el jugador como los enemigos se rigen por la misma justicia. Los precipicios son iguales para todos, y ésto también se aplica a las trampas, los cambios de estado y el resto de entresijos de su combate. Dark Souls nos pone al mismo nivel que sus criaturas, y esto logra introducirnos en su mundo más que ninguna otra mecánica. Las herramientas están ahí desde el primer minuto, y lo único que nos separa de Havel o de Solaire es el cómo aprendamos a utilizarlas. 

Todos somos iguales en Lordran, y Lordran nos quiere a todos muertos.


Los primeros minutos tras la llegada al Santuario del Enlace de Fuego pueden resultar confusos. Algunos intentarían probar suerte en el Cementerio o Nuevo Londo, pero la mayoría pronto desistirían. From Software nos da la oportunidad de ir a esos sitios para enseñarnos la dura verdad: cuanto más descendamos, peores criaturas nos encontraremos. A excepción del Burgo, Sen y Anor Londo Dark Souls siempre nos lleva hacia abajo. Tras la primera campana tendremos que visitar los barrios bajos del Burgo, y conforme la luz directa desaparece los caballeros dejan paso a otros seres. Que apenas hayamos descendido por la enorme escalera del Puente nos salte un perro desollado a la yugular no es casual; From Software está recordándonos que la profundidad implica peligro, y los ladrones con dagas envenenadas serán un chiste al lado de la primera criatura realmente horrible del título.

El Demonio de Aries.

Mitad hombre mitad cabra, el Capra es el primer humanoide que rompe las reglas del combate. Hasta ahora todos los enemigos con apariencia semihumana se veían afectados por los parrys y las cuchilladas por la espalda, pero el  Capra no. Con un poder de ataque mucho mayor que todo lo que hemos tenido delante hasta el momento, el Demonio de Aries puede aniquilarnos en pocos impactos, y como guinda no está solo. Los perros que le acompañan nos atacarán nada más entrar, y si no acabamos con ellos en los primeros segundos de la batalla es casi seguro que los muertos seremos nosotros.

Con todo, el Capra es solo el principio. Al morir, el Demonio de Aries nos entrega la llave de las profundidades, y tras esa puerta ya nada volverá a ser igual. Los pisos inferiores del burgo tenían poca luz, pero en adelante solo las antorchas y fogatas iluminarán nuestro camino. Cada vez más distanciados de la realidad, las pocas figuras humanas que quedan se reducen a carniceros bestiales y algún que otro zombie ocasional. Los perros van desapareciendo en favor de las ratas, y con el alcantarillado llegan las amebas.

Aun así, conforme sigamos bajando veremos que la locura todavía puede ir a peor.

Los basiliscos, engendros que te matan con su toxina en apenas un parpadeo, habitan las últimas plantas de las profundidades, un pequeño laberinto de celdas del que pocos escaparán la primera vez que caigan. Para cuando al fin nos libramos de ellos y llegamos al jefe final creemos que ya poco nos podrá sorprender. Venimos de matar a una rata gigante con una hacha en el ojo, y eso ha sido lo más "normal" en cuanto a fauna de los últimos 10 pisos. ¿Qué se supone que hará From Software para sorprendernos?

Tras bajar otras tres plantas y alcanzamos el fondo del alcantarillado, nos encontramos a una de las criaturas más aterradoras que me he topado nunca en un videojuego.

El dragón boquiabierto.



Si bien el Capra me costó por su horrible cámara y escenario, no fue hasta el Dragón Boquiabierto que me atasqué de verdad en un jefe por su dificultad. Es cierto que hoy en día soy capaz de derrotarlo desnudo y haciendo el imbécil, pero en su momento aquella locura que ascendía desde el borde de las profundidades era lo más parecido al horror que jamás me había cruzado. Repleto de dientes, extremadamente fuerte, capaz aplastarme de un salto e incluso romper mis armas al vomitar ácido. Si esa cosa acaba de subir del foso, no me quiero ni imaginar qué cojones vive allí abajo.

Con todo, estamos hablando de Dark Souls. Tras matar al Dragón Boquiabierto, la llave que nos dan no conduce a un bosque, un volcán o un mercado repleto de gente.

Nos abre las puertas de un nuevo abismo.



Cuando empecé Dark Souls me había comido algunos spoilers de lugares y enemigos, pero de Ciudad Infestada solo sabía una cosa: era el lugar más horrible del juego. La gente lo dice porque en PS360 el framerate es infernal, pero yo no tenía ni idea de eso. En mi cabeza, Ciudad Infestada era un lugar horripilante sacado de las pesadillas de From Software, y su entrada era un agujero sin fondo ni luz a lo desconocido. Recuerdo mi primer descenso como algo lento y duro, rodeado de alaridos y toxinas, una travesía donde un solo paso en falso resultaría en mi muerte. Cuanto más bajaba más extraños y agresivos eran los enemigos, y cuando llegué al pantano envenenado y horribles insectos deformes empezaron a escupirme fuego huí por mi vida. Fue la primera vez en Dark Souls que dije basta, y en lugar de luchar corrí desesperadamente en busca de una hoguera, un lugar donde refugiarme y planificar con calma cómo enfrentarme a ese lugar infernal.

Pasé mucho tiempo en el fondo de Ciudad Infestada, y para cuando maté a Queelag estaba eufórico. Tras tocar la segunda campana, cometí un error crucial: me confié. Tantas sesiones en plano me habían hecho olvidar que descender implica enfrentarse a nuevos terrores, y decidí que las Ruinas Demoníacas no serían para tanto. 

Descarga Infernal me devolvió a la realidad.



Tras más de 10 horas de arrastrarme por la oscuridad, el ascenso al Enlace del Fuego resultó refrescante y esperanzador. Fue como huir y volver al fin a casa. Era dejar toda la mierda atrás y creer que sí, que esta vez todo se acabó y que no tendría que volver a ese pozo de maldad en mucho, mucho tiempo. ¿Las Ruinas Demoníacas? Alguna zona optativa para masoquistas; se acabó la espeleología para mí. Fue entonces cuando conocí a Frampt, la serpiente más fea de todo Lordran. Tras recuperarme del infarto, la aberración me invitó sutilmente a recorrer la Fortaleza de Sen, y por primera vez desde el Burgo tenemos una zona entera dedicada a la escalada, esperándonos en su cumbre Anor Londo, la casa de los mismísimos dioses. Un lugar situado tan alto que podemos verlo desde casi cualquier punto de la superficie, y dada su posición siempre creí que se trataba de un decorado sin importancia. Tras varias semanas de recorrerlo y sentirme como una pulga derroté a Ornstein y Smough, y una vez volví al Enlace de Fuego con la Vasija del Señor... Frampt me llevó al sótano del mundo. 

El Horno de la Primera Llama. La mismísima tumba en vida de Gwyn. Todavía no sabía que era allí donde estaba, pero el juego se encarga de dejarte claro que tu objetivo final estará (una última vez) en lo profundo de la tierra, y que si quieres ver el final tendrás que volver a bajar 

Y vuelves a Ciudad Infestada.

Y bajas a las Ruinas Demoníacas.

Y desciendes hasta Izalith Perdida.

Y te deslizas por el cementerio.

Y caes por las catacumbas.

Y aterrizas en la Tumba de los Gigantes.

Y bajas a Nuevo Londo.

Y te tiras al Abismo.



Excepto el Burgo, Sen y Anor Londo toda nuestra estancia en Lordran consiste en descender a lo oscuro y enfrentarnos a los terrores que allí nos esperan, y es algo de lo que no me había percatado hasta que terminé Made in Abyss y noté que me recordaba constantemente a Dark Souls. Ya sea de manera intencional o accidental, todo el diseño de Dark Souls gira en torno a la verticalidad, usando el Burgo (la superficie) como línea base que sirva de contraste con las criaturas subterráneas. Las pocas zonas que no lo cumplen (Sen, Anor Londo y los Archivos del Duque) pueden explicarse fácilmente con que son la casa de los Dioses de Lordran y es normal que para llegar a ella tengas que ir hacia arriba, e incluso entonces los mayores peligros se encuentran en sus plantas inferiores (Demonios de Titanita sobre brea, Gwyndolin el Sol Oscuro y la Cueva de Cristal). 

Hasta el DLC, Mundo Pintado y el Horno de la Primera Llama cuentan con marcadas bajadas para llegar a los jefes, algo especialmente llamativo en el caso de Gwyn. ¿Cuantas veces al llegar al jefe final de un videojuego debemos subir para poder ponernos a su altura y luchar cara a cara? Mientras, Dark Souls nos obliga a descender por las ruinas del mundo, encontrándonos a su antiguo soberano en el punto más bajo de su civilización. Gwyn ha caído, y ya ni siquiera es el Señor del Fuego sino de la Ceniza. Que para ponernos a su altura tengamos que bajar hasta el corazón del mundo dice más de su caída de lo que cualquier cinemática podría mostrar.



Dark Souls es mucho más que la suma de sus partes, y algunas de las mejores experiencias que he tenido con un mando en la mano se las debo a este título. Podría cerrar hablando del infinito recorrido por la oscuridad hasta el núcleo del Abismo en el que habita Manus, pero en su lugar prefiero contaros cómo fue mi última aventura por la historia principal: la bajada por el Gran Hueco.

Yo no tenía ni idea de que existía una zona como esa en el juego, y cuando me enteré fui corriendo a verla por mí mismo. Lo que me encontré se alejaba mucho de lo que esperaba. En lugar de otra mazmorra repleta de monstruos, el Gran Hueco es un pozo sin aparente fondo, una zona sin apenas enemigos donde el auténtico peligro es la gravedad y nuestra propia torpeza. Me costó horrores alcanzar su base, y no estaba preparado para las aberraciones con patas que caminan por el Lago de Ceniza.

Con todo, nunca olvidaré la primera vez que llegué al fondo, miré hacia el cielo y supe que había llegado al fin del mundo. Mi descenso había concluido.


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