Recuerdo esa escena de El Quinto Elemento (Luc Besson, 1997) en la que Jean-Baptiste Zorg, un traficante de armas, tira un vaso vacío al suelo. Se rompe en mil pedazos y, al instante, una máquina viene a recogerlos todos, otra le trae un nuevo vaso, una tercera se lo llena de agua… “Fíjese en las maquinitas, tan ocupadas. Mire cómo todas son útiles. [...] Piense en toda esa gente que las ha creado: técnicos, ingenieros… Cientos de personas que podrán dar de comer a sus hijos esta noche para que crezcan grandes y fuertes.” En economía, esto se conoce como la falacia de la ventana rota, y lo que a priori parece un beneficio para la sociedad se demuestra como una pérdida material innecesaria e imposible de compensar. Hay movimiento, hay actividad, pero el valor del vaso no se recupera y, por lo tanto, salimos perdiendo, aunque también ganamos una segunda oportunidad.
Final Fantasy XIV era un fracaso casi burlesco hacia sus jugadores, así que Square-Enix hizo lo más sensato y le dio muerte para aprovechar los pedazos; decidió romper la ventana, romper el vaso, un vaso ya de por sí quebradizo, pero no sin antes regalarle una despedida digna. Todos los habitantes de Eorza veían cómo un colosal meteoro se abalanzaba hacia ellos, lento pero impasible. Habían perdido, estaban condenados, y los aventureros se despedían unos de otros mientras esperaban que se desencadenara la calamidad que tanto habían luchado por impedir. Los malos habían ganado, el planeta iba a ser asolado. “Good game, well played”. Fin.
Final Fantasy XIV era un fracaso casi burlesco hacia sus jugadores, así que Square-Enix hizo lo más sensato y le dio muerte para aprovechar los pedazos; decidió romper la ventana, romper el vaso, un vaso ya de por sí quebradizo, pero no sin antes regalarle una despedida digna. Todos los habitantes de Eorza veían cómo un colosal meteoro se abalanzaba hacia ellos, lento pero impasible. Habían perdido, estaban condenados, y los aventureros se despedían unos de otros mientras esperaban que se desencadenara la calamidad que tanto habían luchado por impedir. Los malos habían ganado, el planeta iba a ser asolado. “Good game, well played”. Fin.
Empezaba un maratón y Naoki Yoshida, hasta entonces codirector del proyecto, se estrenaba como productor y máximo responsable del equipo para lograr un renacimiento a la altura. Casi un año después, y tras cuantioso e intenso trabajo, los jugadores podían al fin volver a sus hogares. El continente entero había sido arrasado, pero su gente se sobrepuso a los estragos, la política había continuado, la guerra seguía igual de fiera. Estaban en casa, pero había un universo que redescubrir, un prometedor mundo lleno de ilusiones renovadas. Yoshida se había ganado la confianza de todos y el público alabó su liderazgo en este rescate imposible llamado A Realm Reborn. Pero, del mismo modo que de ese caos nació una creación más hermosa de lo que jamás habría podido aspirar de otra manera, Final Fantasy XIV podría ─no, debería haber ido un paso más lejos, debería haber hecho añicos su género, debería haberlo despedazado y recompuesto a su antojo, de una forma nueva y única. No lo hizo, y las cadenas le pesan.
Los MMORPG son un género muy particular, con una parte importante de sus seguidores centrada casi exclusivamente en ellos. Son juegos donde la gente entra en busca de una aventura que recordar por encima de cualquier otra, de una comunidad con la que afrontar desafíos imposibles sin su ayuda, de una realidad con un trasfondo detalladamente entretejido y mimado. Son una vida a parte en la que perderse, y eso es maravilloso, aún más cuando sabes que, dentro de un tiempo, podrás contemplar orgulloso esa armadura que tantas horas te costó conseguir, la montura que tantas iteraciones de la misma mazmorras requirió, los muebles que tantos materiales de bajo nivel te obligaron a confeccionar… Veis un patrón, ¿verdad? El MMO es algo excepcional, no es un juego con un principio y un final sino una entidad que respira, algo más que simple ficción; es el máximo exponente para ese ideal de vivir una fantasía moldeada por los propios jugadores. ¿No es esta una de las máximas aspiraciones de muchos videojuegos? Y, aún así, pervierte este logro una y otra vez, contamina la magnitud de su proeza indiscriminadamente.
Demasiados aficionados valoran los juegos como productos e inversiones a euros por hora, aunque esto conlleve alargar artificialmente sus niveles o historia, y algunas prácticas objetivamente contraproducentes llevan tanto tiempo presentes en sus respectivos géneros que se creen ya endémicas del mismo, como si no hubiese otra forma posible de concebirlos. ¿El ejemplo más claro? El farmeo o grindeo en los juegos de rol, especialmente en los MMORPG. El farmeo consiste en repetir indefinidamente una actividad con el único fin de lograr una recompensa final. En la inmensa mayoría de casos, el proceso carece de reto y es cansino por definición, más cercano al hastío que a otra cosa, pero la gente lo tolera igualmente e incluso lo defiende porque “solo tienes que hacerlo una vez” o “vale la pena conseguir el arma que te dan”. Este trámite, ni es divertido ni aporta nada al jugador, simplemente es un procedimiento sin valor con recompensa extrínseca ─es decir, una recompensa que no forma parte del sistema, sino que se da “a cambio” de jugar o de ganar─ que aumenta la cantidad de tiempo invertido en el juego y prolonga su vida útil. ¿Harías todo ese grindeo si no hubiese recompensa posterior? Si la respuesta es “no”, entonces ese tramo no debería estar ahí.
Hubo un tiempo en el que podía entender este modelo como pilar básico en un MMO, era una forma sencilla de mantener activa la comunidad y darle algo que hacer durante el máximo tiempo posible, a fin de cuentas un juego online no es nada si no está decentemente poblado y las tareas rutinarias fidelizan a más gente de la que uno esperaría. Han pasado los años, la tecnología ha avanzado, los juegos han evolucionado y cientos de ideas nuevas han crecido y florecido por aquí y por allá; sin embargo, el rol online sigue estancado en el mismo punto, en gran parte porque los titanes del género están bien consolidados y seguir su esquema se percibe como un valor de negocio seguro. ¿Os imagináis un farmeo tan necesario y omnipresente que corrompa una obra entera? Pues parece que muchas compañías no conciben otra posibilidad, porque pocos títulos del género se escapan de esta tónica, y no hablo de los infames “MMORPGs coreanos”, sino de gigantes como World of Warcraft, The Elder Scrolls Online, Black Desert Online…
Los MMORPG son un género muy particular, con una parte importante de sus seguidores centrada casi exclusivamente en ellos. Son juegos donde la gente entra en busca de una aventura que recordar por encima de cualquier otra, de una comunidad con la que afrontar desafíos imposibles sin su ayuda, de una realidad con un trasfondo detalladamente entretejido y mimado. Son una vida a parte en la que perderse, y eso es maravilloso, aún más cuando sabes que, dentro de un tiempo, podrás contemplar orgulloso esa armadura que tantas horas te costó conseguir, la montura que tantas iteraciones de la misma mazmorras requirió, los muebles que tantos materiales de bajo nivel te obligaron a confeccionar… Veis un patrón, ¿verdad? El MMO es algo excepcional, no es un juego con un principio y un final sino una entidad que respira, algo más que simple ficción; es el máximo exponente para ese ideal de vivir una fantasía moldeada por los propios jugadores. ¿No es esta una de las máximas aspiraciones de muchos videojuegos? Y, aún así, pervierte este logro una y otra vez, contamina la magnitud de su proeza indiscriminadamente.
Demasiados aficionados valoran los juegos como productos e inversiones a euros por hora, aunque esto conlleve alargar artificialmente sus niveles o historia, y algunas prácticas objetivamente contraproducentes llevan tanto tiempo presentes en sus respectivos géneros que se creen ya endémicas del mismo, como si no hubiese otra forma posible de concebirlos. ¿El ejemplo más claro? El farmeo o grindeo en los juegos de rol, especialmente en los MMORPG. El farmeo consiste en repetir indefinidamente una actividad con el único fin de lograr una recompensa final. En la inmensa mayoría de casos, el proceso carece de reto y es cansino por definición, más cercano al hastío que a otra cosa, pero la gente lo tolera igualmente e incluso lo defiende porque “solo tienes que hacerlo una vez” o “vale la pena conseguir el arma que te dan”. Este trámite, ni es divertido ni aporta nada al jugador, simplemente es un procedimiento sin valor con recompensa extrínseca ─es decir, una recompensa que no forma parte del sistema, sino que se da “a cambio” de jugar o de ganar─ que aumenta la cantidad de tiempo invertido en el juego y prolonga su vida útil. ¿Harías todo ese grindeo si no hubiese recompensa posterior? Si la respuesta es “no”, entonces ese tramo no debería estar ahí.
Hubo un tiempo en el que podía entender este modelo como pilar básico en un MMO, era una forma sencilla de mantener activa la comunidad y darle algo que hacer durante el máximo tiempo posible, a fin de cuentas un juego online no es nada si no está decentemente poblado y las tareas rutinarias fidelizan a más gente de la que uno esperaría. Han pasado los años, la tecnología ha avanzado, los juegos han evolucionado y cientos de ideas nuevas han crecido y florecido por aquí y por allá; sin embargo, el rol online sigue estancado en el mismo punto, en gran parte porque los titanes del género están bien consolidados y seguir su esquema se percibe como un valor de negocio seguro. ¿Os imagináis un farmeo tan necesario y omnipresente que corrompa una obra entera? Pues parece que muchas compañías no conciben otra posibilidad, porque pocos títulos del género se escapan de esta tónica, y no hablo de los infames “MMORPGs coreanos”, sino de gigantes como World of Warcraft, The Elder Scrolls Online, Black Desert Online…
Y, por supuesto, Final Fantasy XIV: A Realm Reborn.
Siempre viví los juegos de rol online como un mundo con una ambientación cuidada donde perderme sin demasiadas pretensiones. Creas un avatar, escoges una clase, sigues una historia que te lleva de aquí para allá, recorres mazmorras… Lo típico. Hasta que, para mi sorpresa, A Realm Reborn me mostró que los MMO aspiran a ser grandes obras, pero serán obras con una ejecución terrible y paupérrima mientras los estereotipos más tóxicos se mantengan inmutables. El nuevo Final Fantasy XIV tiene cuanto es necesario para crear un juego memorable, pero ni toda la inspiración del mundo pueden compensar el boicotearse a sí mismo. De nada me sirve una historia emocionante si me obligas a invertir una sesión entera de juego en repartir botellas de vino para publicitar un restaurante. ¡Soy un guerrero de la luz, maldita sea! ¡Soy el elegido del Cristal, el salvador de Eorzea! ¿De verdad crees que estoy aquí para hacer de recadero?
Cuando juego a Final Fantasy XIV siento impotencia, impotencia al ver ante mí un talento tremendo, tan maravilloso como desaprovechado. Veo cómo los “malos” son capaces de mantener en mí la duda de si realmente merecen ser vencidos o si solo buscan el bien común, al igual que nosotros; veo batallas dignas de dar cierre al mejor de los videojuegos, veo ─escucho─ una banda sonora que nos cautivó desde el primer tráiler. La música, precisamente, hace gala de una de las tantas ideas que añaden sutilmente una nueva capa de profundidad a la experiencia: antes de un enfrentamiento importante, siempre hay una etapa de preparación en la que aprendemos cosas sobre nuestro enemigo, sus motivaciones, sus seguidores y demás, ya sea por conversaciones o documentos. Cuando llega la lucha, empieza a sonar el tema del jefe en cuestión, melodías en su mayoría cantadas, y si nos fijamos en la letra veremos que quienes las cantan son el propio enemigo o sus fanáticos, que nos cuentan el pasado de ese ser o nos obsequian con un canto religioso en su nombre. Esto no es algo que vaya dirigido a nuestro personaje, sino a nosotros mismos, a los jugadores, como una forma de hacernos ver lo cegados que estamos por nuestras propios objetivos, lo fácil que nos resulta ignorar la otra cara de la moneda y tener nuestro punto de vista como la verdad única y absoluta. Son canciones agridulces donde un ser divino nos pide que acabemos con su vida, o donde se nos relata el abuso de una madre a su hija.
Todo esto carece de sentido, no sirve para nada, no mientras no haya un cambio de paradigma. Necesitamos MMOs que se valoren a sí mismos, proyectos valientes que confíen en mantener a sus jugadores por su calidad. Yoshida, me gustaría poder decirte algo a ti y a tu equipo, y también a todas las demás personas que crean o juegan a MMOs: quered a vuestro juego para que el jugador se enamore con vosotros, no para que sea adicto a él. Mientras no deis ese paso, todos seréis cómplices de los males y el desprecio a este género, tanto los desarrolladores como los jugadores. Esto no es una amenaza, sino como una carta de amor a vuestras obras, pero también una crítica mordaz a las malas praxis; a fin de cuentas, esto es una oda a vuestro trabajo, aunque también una elegía a todo lo que pudo ser.
Tengo sentimientos fuertemente encontrados. Por una parte, quiero rendir homenaje a todo aquello que brilla en este juego; por el otro, quiero denunciar con fuego y sangre su actitud y la de todo su género. Amo y odio Final Fantasy XIV. Lo amo por todas sus virtudes y toda la pasión que su equipo le ha volcado, pero lo odio por ser conformista, por ahogarse voluntariamente en un veneno que debería haber sido purgado hace tiempo. Estoy convencido de que, de haber sido una entrega monojugador como los clásicos de la saga, se valoraría como uno de sus máximos exponentes, codo con codo con obras magnas como Final Fantasy VI. Pero nadie lo sabe ni lo sabrá, porque al final ese gran juego de rol no fue, ese gran juego de rol ha quedado solo en una fantasía soñada.
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